¿Un mate cocido, gorda?

Publicado por: Magenta Sport On 11:28

No saben cuánto me alegré cuando descubrí, en las pobladas y coloridas estanterías de supermercados Wong, una prolija cajita verde conteniendo 'mate cocido’ en saquitos. Agradecí silenciosamente al dios de la globalización y guardé en mi carrito de compras cuatro de esas joyas propias de mi cultura gastronómica. El mate cocido, que es la misma yerba mate que tradicionalmente se usa para beber la infusión con porongo y bombilla, y que es tan cara a argentinos, brasileños, paraguayos y uruguayos, ha hecho, desde una simple taza, parte de mis desayunos de niño y adolescente y está curiosamente asociada a mis viajes anuales para visitar Argentina. Ocurrió, espontánea e inesperadamente, que tan pronto vi las cajitas de mate en saquitos –que antes no se vendían en Lima–, el viejo sabor de aquella infusión regresó a mi paladar junto a una absurda invitación a mi madre, fallecida años atrás, que no pude evitar formular con un murmullo ensimismado: “¿Un mate cocido, gorda?”. Eran esas las palabras con las que todas las mañanas y todas las tardes, después de la gloriosa siesta, despertaba a mi vieja. Sé que mi oferta no era original, pero el paso del tiempo ha transformado esas palabras sencillas, y en apariencia intrascendentes, en un descubrimiento del mágico mundo que suele esconderse detrás de las rutinas. Lo que ayer parecía una simple operación alimenticia se ha transformado, potenciada por la nostalgia, en una ceremonia que quisiera poder repetir aunque para ello tuviera que canjear algunos de los años de vida que me quedan.

Siempre supe que el presente es lo único que realmente tenemos y, aun así, creo que nunca percibí, sin la conciencia que aporta el tiempo, la hondura y la real valía de ese presente.

Disfrutaba, cómo no, de esos desayunos y de esos mates cocidos post siesta, y sabía, sin ninguna duda, que en el futuro añoraría esas conversaciones que, hechas de cosas simples, se me aparecen hoy, a quince años de distancia, como un esfuerzo inconsciente por desentrañar el entramado de la vida. Disfrutaba el encuentro y en simultáneo percibía, en algún rincón de mi cerebro, la desazón por la ausencia futura. Ello me obligaba a poner más intensidad en la relación hasta convertirla en fiesta, y no pocas veces el mate cocido recién terminaba oficialmente cuando nos disponíamos a preparar la mesa para la cena: otra ceremonia en la que el vino –del que ya me he ocupado– reemplazaba a la bebida verde. Se trataba, en realidad, de horas de conversación y silencios compartidos destinados a llenar los largos espacios de tiempo en los que vivíamos, físicamente distantes.

Ese placer de experimentar al otro plenamente no es frecuente. Las urgencias de la vida presente, bastante estúpidas muchas de ellas, nos sustraen de lo que, luego, el tiempo nos hace percibir como lo más importante. Disfrutar plenamente las presencias queridas es prepararse para poder vivir sin ellas y es, también, así lo siento yo, una manera de ir incorporando al ausente para que solo se vaya definitivamente cuando nos toque ausentarnos a nosotros.

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