La familia frente al futuro

Publicado por: Magenta Sport On 10:20

Año 1908. “Envío para el señor Lorenzo Giacosa”, anunciaron los portadores de la maravilla. Toda la familia salió a ver la enorme caja que bajaron de un carro tirado por un caballo. Mi abuelo, siempre despótico, abrió la caja con más cuidado que Napoleón en alguna de sus batallas. Finalmente apareció, reluciente, en madera de caoba y con un ojo en el lugar del ombligo, el inmenso aparato de radio que la familia, única en el barrio, tendría como emblema del progreso sin límites que anunciaba el inicio del siglo XX. Fue una noche inolvidable, contaba mi padre, porque enchufaron el aparato y mis abuelos y sus hijos escucharon durante dos horas, en estado de éxtasis, un acatarrado concierto desde el teatro Colón de Buenos Aires, a 300 kilómetros de esa casa que acababa de ser bendecida por la más avanzada tecnología, y que producía el milagro de convencer a sus miembros –como de hecho lo estuvieron toda su vida– de que avanzábamos hacia un mundo feliz.

Año 1956. Cuarenta y ocho años más tarde ocurrió casi lo mismo. Era otro señor Lorenzo Giacosa, hijo del primero, quien recibía el envío. La caja era igualmente inmensa y ya no había caballo en la puerta de la casa, sino un camión en la entrada del edificio de departamentos que decía 'Servicio de Entrega de Grandes Tiendas La Insignia de Oro’. La caja no traía un inmenso aparato de radio con un ojo en el ombligo, sino un inmenso aparato de televisión con una pantalla que prometía todas las maravillas imaginables.

La emoción era, supongo, la misma que la de principio de siglo, y esa noche también fue inolvidable. Todos permanecimos cautivados por imágenes que aparecían y desaparecían de la pantalla para ser sustituidas por puntitos y rayitas grises. Teníamos el ansiado televisor, pero la señal emitida en Buenos Aires solo llegaba a Rosario cuando el cielo estaba nublado. Fue una primera noche maravillosa viendo un teleteatro de Narciso Ibáñez Menta que nunca supimos cómo terminó pues la señal nos abandonó en el clímax de nuestro entusiasmo: la segunda y la tercera noche siguió convocando a toda la familia y, a la cuarta, los jóvenes, impelidos por otras urgencias, decidimos abandonar el teatro del asombro en el que se había convertido nuestro comedor y fuimos a visitar a la enamorada de turno quien, bajo estricto control paterno, nos obligó a contar cada detalle del inmenso aparato que acababa de cambiar nuestras vidas.

Mi padre, que no entendía nuestra deserción –y mucho menos lo que él consideraba nuestra indiferencia ante el portentoso fenómeno al que estábamos asistiendo–, respetó nuestras decisiones. Pasaron meses en los que, ya solitario frente al portento, permanecía fiel a las rayitas y puntitos grises. Bastaban unos minutos de imágenes nítidas para que se sintiera recompensado por tan larga espera. Cuando, finalmente, un cable nos conectó con Buenos Aires y tuvimos televisión en serio, mi padre consumó sus segundas nupcias con el televisor y solo pudimos desconectarlo la mañana de su muerte.

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